Mientras escribo estas líneas muchos profesores en Chile tienen como una de sus preocupaciones (¡como si no tuvieran suficientes!) el proceso de evaluación docente.
Para quienes no estén al tanto de esta institución conviene contar que hubo una época no muy reciente en Chile en que los problemas de la educación se explicaban de manera mucho más simple que hoy. Los colegios municipales obtenían menos puntajes en el SIMCE que los particulares subvencionados y como había que buscar una explicación a esto se pensó que la responsabilidad recaía preponderantemente en los profesores de los colegios municipales. Era -como decíamos- una época distinta a la actual, donde a nadie se le ocurría que la explicación de la disparidad estuviera en la posibilidad de seleccionar alumnos que tenían los colegios particulares subvencionados. Menos aún había personas que cuestionaran ese sagrado instrumento de medición de la calidad que era el SIMCE.
Los expertos de la época concluyeron que la inamovilidad de los profesores en el sector municipal implicaba que no había ningún incentivo para que estos profesionales hicieran bien su trabajo, ya que no tenían el miedo a ser despedidos, miedo que sí existía en los particulares subvencionados. La evaluación docente venía a solucionar ese problema. Era además el complemento perfecto para el SIMCE; mientras éste medía el producto final de la buena calidad de la educación en una prueba rendida por los estudiantes, aquélla medía el proceso intermedio en esa calidad, la buena clase hecha por el profesor. Como nota al margen: cuando estos dos índices no coincidieron (es decir, colegios con profesores bien evaluados no tenían un SIMCE satisfactorio, y viceversa) el hecho simplemente se pasó por alto como si fuera un simple accidente estadístico, sin que se cuestionara ninguno de los dos índices, siendo que ambos en principio medían lo mismo.
La implantación de la evaluación docente coincidió con un discurso oficial de desprestigio permanente a la calidad de los docentes imperante en aquellos años. Curiosamente el que hubiera profesores mal preparados para hacer clases no se vinculaba en aquellos años con la calidad de la formación académica que brindaban las universidades. Si el profesor salía mal preparado de su universidad eso era una responsabilidad del profesor más que de la casa de estudios en cuestión. Vaya paradoja: el mismo estado chileno que veía a las universidades ofreciendo títulos análogamente a como veía a las tiendas del retail ofreciendo camisas, no le daba al futuro profesor ni siquiera un derecho en cuanto consumidor. Recibir una mala formación para la docencia era como recibir una camisa de mala calidad en una tienda, con la diferencia que la culpa acá era del que compraba la camisa y no del que la vendía.
Uno recuerda el debate sobre la evaluación docente hace una década y se sorprende de lo cándido que resultaba. Se invitaba a la televisión a un dirigente gremial del profesorado y el periodista le arrojaba la pregunta “¿usted está de acuerdo con que los profesores se evalúen para que mejore la calidad de la educación?”. Las recientes preguntas de la encuesta CEP podrían haber encontrado en aquellos años su antecedente. El resultado de este “debate” contribuyó a aumentar el desprestigio de los dirigentes gremiales que defendían a los malos profesores: aquellos que se negaban a ser evaluados para que mejorara la calidad de la educación.
Era tal el desprestigio de la profesión docente en aquellos años que se consiguió incluso que la evaluación docente se aplicara también a los profesores a contrata. Resultaba curioso, puesto que la evaluación docente buscaba superar los problemas que la inamovilidad de los profesores supuestamente provocaba, y esa inamovilidad no existe en este tipo de profesores, que están tan expuestos a un despido como cualquier trabajador. A nadie le importó esa contradicción: los profesores tenían que evaluarse porque la educación es mala y queremos que mejore, se dijo. Esta omisión abrió camino a nuevas posibles contradicciones: profesores a contrata bien evaluados siendo despedidos, por ejemplo.
Ha pasado una década de todo esto y no se ve por dónde la mentada evaluación docente haya contribuido a mejorar nada. Su metodología dudosa en que se evalúa solo una clase (cuando nos enseñaron que la confiabilidad de una evaluación dependía principalmente de la cantidad de “reactivos” o preguntas, por decirlo en sencillo) nunca se discutió ni se ha mejorado. La preparación de un voluminoso portafolio que los profesores deben realizar en su tiempo libre (¡que tanto tienen!) tampoco se ha discutido nunca. El esfuerzo y la urgencia de la autoridad por instalar una evaluación docente impidió un debate serio sobre cómo en último término se debe evaluar la labor de un docente. El debate que nunca se dio es en qué consiste ser un buen profesor, si hay muchas formas o una única forma de serlo.
No sé si estamos en una época distinta a aquella en que se instauró esta evaluación docente, en todo caso. No sé si desde quienes toman decisiones sobre todo esto hay una visión distinta sobre estos asuntos. Ignoro si la autoridad actual todavía cree que con los profesores hay que usar “incentivos por desempeño” o si cree que la piedra angular debiera ser el bienestar laboral del profesor. La verdad creo que no, pero si eliminaran de una vez esta ridícula institución llamada evaluación docente comenzaré a dudar al menos.
[Imagen: (CC) Pontificia Universidad Católica de Chile].