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Por Domingo Namuncura

La conmemoración del denominado “Día de la raza”, el 12 de octubre de cada año, nos remonta a la fecha del descubrimiento de américa hace ya 530 años, un acontecimiento que cambió para siempre la historia del continente. A pesar de todos los esfuerzos de la conquista española, con la cruz y la espada, las poblaciones nativas, hoy valoradas y reconocidas por la Declaración de Derechos Indígenas de Naciones Unidas (2007) como Pueblos y naciones originarias, preexistentes a los Estados nacionales y poseedores de una larga tradición cultural y social, siguen perviviendo de manera estructural y así será por muchas más décadas.

La raíz de esta supervivencia es su cultura ancestral y una rica experiencia cultural y espiritual acumulada por siglos. Los Estados surgen en este territorio recién a comienzos del siglo XIX, desde 1800 en adelante. Los Pueblos Originarios han permanecido acá por más de 10 siglos. Por eso Naciones Unidas los denomina como “Pueblos originarios. En Chile la contestación es sencilla: el Estado chileno que surge formalmente a partir de 1818 tiene tan solo 204 años de existencia. El Pueblo Mapuche tiene, a lo menos, una data de ¡3.500 años! Es un pueblo que combatió militarmente la conquista española por casi 200 años. Y luego, con la expansión territorial del estado nacional combatió otros 25 años hasta su derrota en 1866. Y sigue existiendo. Y así será por siempre.

Para los Estados y la sociedad conservadora, ignorar la existencia de los Pueblos Indígenas ha sido una misión fallida por décadas. A partir del V centenario del descubrimiento, en 1992, las constituciones latinoamericanas, marcadas por un sello de desprecio hacia estos pueblos, debieron reformarse para abrir paso a una nueva comprensión del carácter de sujeto de derechos que Naciones Unidas hoy, reconoce como esenciales para una relación intercultural y plural en los Estados nacionales. No obstante, en lo cultural permanecen resabios poderosos de racismo y discriminación, como desde los tiempos de la Encomienda española, que cada cierto tiempo emergen con inusitada fuerza.  En Chile lo hemos constatado con motivo del debate constitucional, por el modo cómo un sector de la sociedad chilena, entre conservadores extremos y progresistas vacilantes, cuestionaron la idea de un Estado que se abre a la valoración de las culturas indígenas. Pero estos son momentos circunstanciales de la historia.

Los chilenos y su clase política y gobernante han de saber que los Pueblos Indígenas de hoy, en pleno siglo XXI no son los mismos de la conquista, de la colonia o de la vieja república. Ha emergido en estas décadas una generación de indígenas, llamémosles “ilustrados”, formados en las ciencias sociales modernas, capacitados en diversas áreas, cultores, oralitores, líderes sociales, artistas y poetas, un Premio nacional de Literatura entre sus filas, y una enorme franja de dirigentes y líderes, hombres y mujeres que en este 12 octubre toman la posta de sus kimches, Machis y Lonkos para seguir conduciendo los caminos de los Pueblos Indígenas hacia un estadio mayor de dignidad y reconocimiento.  Intentar marginarlos o excluirlos de un nuevo proceso constitucional- e imaginar siquiera que con invisibilizarlos o simplemente ignorarlos, el “molesto” tema indígena queda “bajo control”, sería un nuevo y gravísimo error histórico. 

Del mundo conservador algo de esto es esperable pues su política hacia los pueblos indígenas en América latina ha sido de constante rechazo y desdén. Lo que es incomprensible, como ya aconteció en el referendo del 4-9, es que con una velada crítica al “indigenismo” chileno, sectores y personalidades del llamado mundo “progresista” se hayan sumado con una leve cuota de prejuicio racial a ese rechazo. 

Este nuevo 12 de octubre, “Día de la raza” (concepto por lo demás ya desahuciado por las ciencias sociales) debería convocar a la sociedad chilena, a la clase política, al gobierno y sus instituciones a sopesar con voluntad y convicción que la identidad de Chile y su unidad nacional no se construye a partir de una hegemonía, sino de su rica diversidad cultural y social. Aquello es lo que un nuevo ordenamiento jurídico, moderno, digno y justo, debiera considerar.

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