
Por Guillermo Arenas Escudero*
Como sabemos, la bandera presidencial es la única que puede lucir el escudo nacional. Es la señal de la presencia de la máxima autoridad del Estado en el lugar que flamea. Aquella mañana, tan pronto llegó Salvador Allende a palacio se cumplió con el protocolo de izarla en la asta principal de La Moneda. La bandera y la insignia que la decora se presentó enhiesta durante el bombardeo y el asalto de la infantería que le seguiría. La historia la había convocado a sostener una de las más caras tradiciones nacionales que alcanza a uniformados y civiles: al depositario de una bandera en combate le está negada la rendición. La bandera esa mañana acompañó al presidente hasta su muerte, negándose caer. En tan desigual contienda ondeó desafiante sin ser arriada del último bastión de la democracia. Ni siquiera estuvo disponible como botín. El fuego arrasó salones y documentos históricos. De paso la bandera fue purificada por el fuego y por el aire, en retazos, revoloteó contenta de no ser rendida.
(*) Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales
Universidad de Chile
Abogado
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Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales
Universidad de Chile
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